Nací en una gran urbe, Barcelona; pero gracias a mi tío Jesús, que siempre recuerdo con su gran sonrisa, mi familia creó un fuerte vínculo con Argavieso, el pueblo natal de este. Un pueblecito de pocos habitantes ubicado en Huesca. Mis abuelos fueron a vivir allí a finales de los ochenta. Desde aquel mismo momento quedé ligada PARA SIEMPRE a este lugar.

Desde que tengo uso de razón, pasé todos los veranos de mi infancia en Argavieso, también alguna que otra navidad, puentes y festivos… Nuestras escapadas familiares siempre fueron allí, nunca fui durante mi niñez de vacaciones a ningún otro lugar. Hoy soy consciente del gran regalo que me dio la vida.
Mis viajes de verano al pueblo comenzaban así:
El último día de clase recuerdo que no me quedaba a la fiesta de fin de curso, tenía algo más importante que hacer, cargábamos las maletas en el coche y emprendíamos viaje.
A principios de los noventa y con la edad que tenía el viaje se me hacía muy largo, mi madre intentaba que me quedara dormida porqué así, decía, se me haría más corto y tenía razón. Aunque yo siempre acababa mareada y teníamos que parar en la cuneta, con los años aprendimos a ir preparados con biodramina, toallitas refrescantes y colonia fresca.
No me importaba el mal rato de las horas de viaje en cuanto empezaba a reconocer el paisaje. Había unos chopos en concreto que reconocía ya muy cercanos a Argavieso, estábamos a tres o cuatro kilómetros, quedaba muy poco para llegar al cruce, curva a la izquierda, recta corta, segunda curva y la última recta! Al fondo, en lo alto de una pequeña colina se levantaba Argavieso, su para mi entonces imponente castillo y su iglesia. Llegábamos casi siempre de noche, por lo que desde el coche apreciábamos las pocas luces anaranjadas del pueblo. Íbamos hacia ellas, al igual que Peter Pan seguía la segunda estrella a la derecha para llegar a ‘Nunca Jamás’.
Aparcábamos en la plaza mayor y al bajar del coche algo que no se explicar te recorría el cuerpo, se respiraba diferente, olía a vida, naturaleza, libertad, a paz y tranquilidad; y allí en aquel mismo instante se hacía palpable el inicio de la aventura. Subía corriendo las escaleras que llevaban a casa de mi abuela, cuando yo tenía edad de correr, mi abuelo ya no estaba allí, -en su momento, mi madre me contó que él, también había subido unas escaleras junto a unos angelitos hacía el cielo-; volviendo al relato, las escaleras de casa de mi abuela tenían un olor particular, especial para mí, aunque se podría decir que huelen a humedad. Hace dos veranos entré junto a mi prima al edificio solo para oler el rellano y las escaleras que subían hacia su casa. Hoy mi abuela tampoco está. En realidad no nos queda ningún familiar en el pueblo.
Mi abuela me recibía muy contenta y con los brazos abiertos, nos sentábamos en el sofá y nos contábamos todo, que tal el colegio, que tal el viaje… y ella nos ponía al día de sus cosas, había aprendido a escribir en Argavieso y hacia actividades y viajes con la Asociación de amas de casa.

Mis padres tenían que seguir trabajando en Barcelona unos días más hasta coger sus vacaciones, así que, yo me quedaba en Argavieso los tres meses de verano; a mediados o finales de verano -no lo recuerdo bien- mis padres volverían. La verdad es que tampoco me preocupaba.


¿Hay algo más maravilloso que un verano en el pueblo en casa de la abuela? Sin duda, para mí no. En las mañanas de verano veía los dibujos animados, -mientras mi abuela pretendía que desayunara de nuevo cada media hora- emitían Heidi, Marco, Pipi Langstrump, Delfy y sus amigos, Calimero…
Allá a las doce del mediodía, sonaba la sirena del panadero que venía de Alcalá del Obispo, un hombre la mar de simpático que revolucionaba a toda la plaza en un momento con sus bromas, recuerdo una en concreto que me hacía saltar el corazón. Cuando te daba la docena de huevos que iba en ese tipo de bandeja cuadrada de cartón, ¡hacia que se le caía cuando estabas a punto de cogerla tú! La señora Isabel -mi abuela- como ya tenía a los nietos por allí cargaba más que de costumbre, como en cualquier casa con niños en verano, le compraban a don Pascual –el panadero- magdalenas y tortas, tortas de las dos que nos gustaban, de la grande redonda con bien de azúcar y de la otra con forma rectangular y más parecida a un bizcochito, que luego nos merendaríamos con crema de cacao.
Por la tarde, obviamente a la hora que la abuela consideraba que ya estaba la digestión hecha, que no hacia demasiado calor y que ya era el momento, bajábamos a la piscina en bicicleta.
La bicicleta… En el pueblo aprendes a ir en bicicleta como los valientes, con una bici de tus primos más grande que tú, pelándote la rodilla y apoyándote en los bordillos para poder bajar porque no llegas ni al suelo. Se aprende rápido, la bicicleta en el pueblo te da la libertad, subes y bajas a la piscina, haces excursiones, recorres calles y caminos con total tranquilidad. No hay peligro, cualquier vecino te cuidará y vigilará como si fueras su nieto, su hijo, su familiar… En un pueblo hay comunidad.

La piscina me encantaba, siempre me ha gustado mucho nadar y es una de las cosas que más echo de menos, poder estar todas las tardes durante tres meses en la piscina sin preocuparse de nada, más que de lo que te iba a costar luego subir la cuesta hasta casa.


De aquella niñez en el pueblo tan feliz, sin duda, lo más importante que aprendí fue la conexión con la tierra, esto me lo enseñó mi tío Jesús. Recuerdo que muchas tardes, cuando subía de la piscina y el sol ya aflojaba, me bajaba al huerto con mi tío. Los días que había que regar se trabajaba duro, a la que se abría la tajadera del riego para que el agua de la acequia empezara a entrar en el huerto teníamos que correr, mi tío iba cerrando y abriendo con montones de arena los accesos a cada surco entre los caballones, yo le avisaba cuando el agua llegaba al final de cada surco para que cerrara y abriera la entrada del agua para el siguiente.


Lo mejor del huerto eran los días de recolecta, me encantaba buscar los tomates rojos y las judías, las sandias gigantes… Mi tío Jesús me iba explicando cómo se cogía cada alimento sin dañar las plantas, porque todo tiene su aquel y no puedes arrancar un pepino estirando sin más. Hablando de los pepinos, creo que en la ciudad nunca los comía y que me empezaron a gustar simplemente porque los recogía yo misma del huerto. Me encantaba cuando cogíamos un tomate de los grandotes, lo lavábamos en la acequia y nos lo comíamos a bocados allí mismo. Para subir de los campos, en Argavieso hay una gran cuesta, andábamos despacito, cargados con las frutas y verduras y comentando lo contentos que se pondrían en casa al ver lo que traíamos, que si los calabacines habían salido muy grandes, que si el melón ‘sonaba’ a que iba a estar bueno… Así que llegábamos a la plaza cansados, llenos de barro, y de picaduras de mosquitos pero sonriendo con la recolecta del día, que saborearíamos esa misma noche. En las comidas y cenas de verano en el pueblo no puede faltar nunca la fuente de ensalada recién recogida.
Creo que es uno de los aprendizajes más importantes en un pueblo, que los niños vayan al huerto, vean plantar, regar, cuidar y recoger. Que sepan y vean el proceso de los alimentos, que cojan y se coman allí mismo un tomate o una manzana y aprendan a apreciar el trabajo, el esfuerzo y la calidad de un producto de proximidad.
Las noches de verano en el pueblo eran tertulias en las plazas, nos sentábamos en el portal y las vecinas se acercaban con sus sillas, todo el mundo salía a ‘tomar la fresca’ y los niños jugábamos en la plaza. A las doce en punto todo el mundo se recogía, allí no había margen, esa era la hora de marcharse a casa y parecía que el pueblo entero enmudecía.

Aquellos viajes al pueblo… Dicen que solo recuerdas los momentos que te han producido alguna emoción. La verdad es que no recuerdo los viajes de vuelta, quizás es porque mi corazón y mi mente se quedaban en aquel lugar a pesar de estar alejándome físicamente. Quizás, también, porque siempre me iba segura de que volvería.
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Esos maravillosos años!!!❤
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¡Gracias Montserrat! Me alegro de traerte buenos recuerdos.
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Y aún 32 años después cuando voy al pueblo siempre el día de antes estoy con los nervios y las mariposillas.
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El mejor viaje, aún sabiendo lo que vas a encontrar. Pura emoción
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Muy buen post. Un saludo
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¡Muchas gracias!
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Que bonito relato, volver donde todo empieza. Te he descubierto por casualidad y me encanta, me quedo por aquí!! Un abrazo
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¡Muchísimas gracias por tu comentario! Me alegra saber que te ha gustado y por supuesto agradecida de que te quedes por aquí. Un saludo.
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